lunes, 25 de agosto de 2014

Carta de Alberto a Demetrio (Paradiso) El despertar de Cemí a la palabra

Los gimnooicos, a semejanza de los gimnosofistas, escuchan la gimnopedia de Satie como la guacamaya apretando entre sus uñas una presunta flauta, le tuerce las abolladuras, pero le lleva el arcoíris. Plenitud, desnudos orifican.
Mucho cuidado con la yerbecita llamada yerbabuena, pues las del sur tienden a prender mejor su vacuna. Pues hay espléndidos sirénidos de la costa norte, que en el arco del sur comen la yerbecita, y empiezan a caérsele punta de la nariz, punta del potrerillo y punta de los dedos de monja. Su potrerillo, respetable tío, disminuye y hay que vigilar sus naturales salidas del cafetal.
Amenazas de la yerbecita, y por otra parte pulpos, chernas y calamares, que engloban y regalan raspadura negra del Averno. Chernas fibromosas, venidas de Gijón, que después de usar el delantal durante veinte años, endurecidas aprietan la torrecilla, gimiendo la madrecita colgada de un perchero:
Ay mare, mi mare,
no quieres ser muertecita
para no asustar al niño
Al pie de mi cama tú.

La peje llamada lora, porque destella como un poliedro ascendit, en el norte la yerbecita le da su maldición, y los pescadores, como el gato en el papel egipcio de demonio, ni lo tocan. Pero en el sur, no hay yerbecita que se le siembre, y su carne se regala mejor que el pago y el emperador. La costa norte es saliente, promontorial, fálica; el sur, costero, es entrante y culiambroso. Seco y húmedo, flauta y corno, glande sin yerba y vulva con yerba.
El teleósteo, reino del hueso, con su caballito de mar, trueca los bronquios en branquias, y lleva el aquejado del athma (en sánscrito, ahogo), a que le penetre una cascada por la boca y sale después furiosa por los costados. Pero al final, las lágrimas de oro aparecen en la cámara mortuoria, donde el Chucho, muestra su morado con eclipses azules y su cola erotigante como la de un gato.
Exquisitos cuidados con el mundo dipnooico, entre los batracios y las culebras, macrocosmos del fabulario. En los pantanos hacen sus oraciones para que el apartamento encendido para una extracción urgente, sea reconocido por raptor y el mondadientes del elevador.
El agua fresca, espejo del fisóstomo, llega hasta la gaita del heno sexonuticio. La anguila que nadaba en el lavabo el día del registro en Teruel, que se quiso esconder en el tubo tragante, impedida de ingurgite por el tapón anguilar del metrón. Terrible porque vive en la tierra y en el mar. Puede reemplazar el tapón anguilar la curva del todo el brazo y quedar estatua con el cosquilleo entre nubes.
La morena verde, seguimos en el espejo del fisóstomo, puede producir escoriaciones en la torrecilla. Y la morena pintada, con su zapote de maldición, ondula por las empalizadas con su pan con jamonada al despedirse de la medianoche.
La cascada saluda al despertar y dentro de la cascada el dejao se despereza cantando. Delicia del dejao, su jaula es una cascada.
El anacantos es una estrofa de la antología de los hiperbóreos. Cómo el bacalao va a curar los males de la visión, si antes los dañó sin conmiseración. La guasa, macilenta y panadera, que quiere lamer los cristales del acuario, se siente hirsuta ante el meñique noruego, que sabe siete idiomas y no pesca jamás un analfabeto.
Tribu guerrera de los plegtognatos, con el caso martillado en las mandíbulas, entrando en combate con el martillo de Thor. El galafate, Tiresias del mar, jocoso, que burla el sentido trágico del anzuelo, el burlador, deja el anzuelo para los reyecitos, y vuelve a dormir en las profundidades, llamando a su fósforo en su cero. El galafate en la cercanía del erizo, con su masa de púas, pero sin el pulso de la clava, astuto teológico y astuto de naturaleza. El uno no muerde el anzuelo; el otro opone la proa al sonsacamiento.
Glanis, pez aristofanesco, consultó al hechicero Bacis y aprendió a no morder el anzuelo, después consultó a Glanis, hermano mayor de Bacis, mejor hechicero aún, que por satisfacer la problemática nominalista, Glanis hechicero, igual a Glanis, pez astuto, le enseñó no solo a no picar el anzuelo, sino a comerse el gusanillo carnada. Ya maduro el pez Glanis, no consultó a su propio nombre, y aprendió a dormir en la curva del anzuelo, paralelizando su sueño con el hechicero pescador.
Gloriosos ganoideos, reyes de la agonía. Crepúsculo pinareño con hilachas verdosas. Tierra de Siena para el primitivo manjuarí cuyo espinazo se estudió en los telares del Bauhaus.  Pez fálico, opuesto a la aleta anal por juramento. Se estira en la tierra, se estira en la agonía, se gana su muerte por estiramiento, como si subiese por la escalinata de Hipólito del Este, muerte del principio a la salida subterránea, del remolino al caos primigenio.
Requiem, réquiem, los tiburones solemnes lanzados al alejandrino raciniano. Tronos para su admiración. Círculos que se abre, que se vuelven, generosos… Peleas de tiburones, con las que Nerón quiso hacer descansar a los toros de lidia. Tienen al mar despierto, removido, círculos formados por los pedruscos caídos en las entrañas.
Lechuza del mar, pez diablo, terror de las metamorfosis. No temas las pesadillas donde se echan sobre nuestras espaldas y nos golpean el costado. Un centenar llega a nuestras costas. Empiezan a llenar de atol un mar hecho para las canoas de hilos de araña. En el acantilado un soldado con su novia. Enarbola su machete, van doblando las manchas, las lechuzas del mar, los pobres diablos de las metamorfosis llevan cosidos los ceros de la muerte, los agujeros para el halcón fulmíneo. Tu muela de cangrejo es un molino para el trigo. Destapas la miniatura de un abismo y le enseñas el huesecillo de las brumas.
Me reitero con el mucho cuidado de pulpos, chernas y calamares, tu enumerativo homérico.

Alberto, rex puer. 

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