miércoles, 31 de agosto de 2011

Sobre las despedidas y lo que podemos hacer con ellas.

No me gustan las despedidas. Las despedidas son trágicas. Implican un desgarramiento. Una rotura. Prefiero las extinciones. Eso es lo natural. Como los dinosaurios o los dodos. A los dinosaurios no se les ocurrió reunir a todos los animales del planeta y despedirse trágicamente: “adiós, adiós compañeros de mundo, nos vamos porque ha pasado nuestro tiempo”. Los monos se reirían de ellos, “mira, ahí están los trágicos eso, joder, ¿cuántas veces se han despedido ya?”. Claro que como ellos iban a seguir, pues se lo tomaban a cachondeo, pero los dodos, que estaban muy sensibilizados, aunque todavía no les iba a tocar a ellos, les recriminaban: “sí, claro, como ustedes se quedan; pero hay que saber tener un poco de empatía”. Y los monos se reían también de ellos. Los cocodrilos no se reían,ellos tenían la boca así, pero no era de reírse. No sé, lo aclaro por si. De hecho lloraban un poquito cada vez que los dinosaurios, conscientes de su inminente fin, volvían a hacer una asamblea para despedirse y dar algunos consejos. Siempre eran los mismo, que me cuidéis los árboles, que cuidado con las aves, que mira que los peces son muy delicados. Unos ecologistas resultaron. Y los monos riéndose todo el rato y los cocodrilos llorando y los dodos con un dolor en el pecho de solidaridad con los dinosaurios.
En fin, que gracias a Dios los dinosaurios desaparecieron y ya está, nada de despedidas. Y lo mismo me gustaría que nos pasara a nosotros, no se si me entiendes. No hay por qué precipitar las cosas. Dejamos que toda la arena caiga en el otro vaso y se acabó el tiempo. En su momento justo, no hay por qué romper el cristal de la clepsidra, mira qué palabra más bonita, y convertir una joven amistad en una gran tragedia. Las tragedias solo son palabras, en la realidad únicamente suceden las cosas y ya esta. Y siempre suceden a su justo término: ni antes ni después, aunque solo sea porque es inevitable que una vez que suceden ya no pueden no suceder. Así que nada de despedidas. Sigamos como estamos y ya vendrán peores tiempos, si a los Grandes Maestros Siderales se les mete en la mollera jodernos, o mejores, si seguimos pasando desapercibidos ante su ineludible mirada.

lunes, 29 de agosto de 2011

Un oscuro pasaje de Pynchon

"Escarificado todas las noches en aquel surco de protección que el volumen del desperezo urbano volvía a roturar con virtuosismo al despuntar el día, ¿qué suelos fértiles habría removido, qué planetas concéntricos descubierto? ¿Qué voces entre oído, que retazos de dioses esplendorosos sorprendido entre el manchado follaje del papel de la pared, qué cabos de vela encendido para que bailotearan sobre él en el aire, presagiando, el cigarrillo entre los labios, con que él o un amigo se quedarían dormidos algún día para sucumbir entre sales ardientes y secretas, guardadas durante años por la borra insaciable de un colchón que conservaría restos de sudor de todas y cada una de las pesadillas, de una vejiga incontinente y desbordada, de poluciones nocturnas derramadas con depravación y los ojos anegados en lágrimas, semejante al disco duro de un ordenador de los derrotados?"
Pynchon y su traductor Antonio-Prometeo Moya en "La subasta del lote 49

viernes, 26 de agosto de 2011

¿Por qué leo?

Muchas veces me pregunto: ¿por qué leo tanto?
Me siento un tipo raro, y corroboran esa opinión todos con los que trabo relación. Es la primera palabra que les viene a la cabeza al cabo de un tiempo de charlar conmigo, bien directamente, bien a través de la palabra escrita -blogs, chats, correo electrónico. Eso me hace sentirme aún más raro, y no bien, es decir, me confunde; y creo que acentúa en mí la tendencia al aislamiento y el comportamiento anómalo propiciado por las expectativas del otro, como los niños malos a los que se reprende y no solo no se corrigen sino que empeoran su comportamiento.
Sin embargo en muchos de los textos que leo me veo reflejado, muchos de los personajes que me llaman la atención lo hacen porque reflejan mis angustias, mi preocupaciones y se alegran con lo que yo me alegro. Yo soy un personaje corriente en muchos de los libros que me interesan, que no son todos los libros, claro está, sino una selección de ellos escogida precisamente por mí. Pero ahí están, iguales a mí, y eso me tranquiliza, me hace sentirme, de alguna manera, normal. Otros, que no conozco, han sido capaces de describirme. Y probablemente se estaban describiendo a sí mismos. Hay más gente como yo por el mundo. No soy tan raro.
Leo porque eso me hace sentirme un poco más normal, casi como todo el mundo.

martes, 23 de agosto de 2011

Encuentro con Álvaro de Campos

Al salir del hotel había un taxista esperándome. Me habló, en portugués, naturalmente, y me abrió la puerta del coche. Yo le pregunté adónde me llevaba, en español, naturalmente, y él me respondió algo, en portugués, naturalmente, que me convenció, supongo, y me metí en el coche. Bajé el cristal y le dije a mi mujer y a mi hija que se dieran un paseo por ahí, que no sabía cuándo volvería. Las dos me miraron indiferentes y comenzaron a caminar por la acera sin volver la mirada.
El taxi se puso a dar vueltas por aquellas calles, a subir y bajar, parándose de vez en cuando para que pasaran los tranvías y los turistas que no respetaban tanto los pasos de peatones ni los semáforos como se dice por ahí.
Cruzamos el puente 25 de Abril y nos metimos luego por un barrio medio abandonado cerca de la una zona industrial hasta llegar a una plazoleta junto a un muelle y un destrozado paseo marítimo donde grupos de negros sentados en el muro miraban la ría del Tajo, hacia Lisboa allá enfrente.
El taxi se detuvo y el taxista volvió a hablar sin sonreír. Luego se quedó mirándome hasta que comprendí que ahí terminaba el viaje. Abrí la puerta temerosamente, taladrado por las miradas de los negros que se volvían de espaldas para mirarme, molestos, porque interrumpía su serena contemplación de la ciudad. En cuanto cerré la puerta de la viatura, el conductor arrancó y me quedé allí, en medio de la carretera sin saber qué hacer, adónde ir, dónde estaba y un montón de cosas más. Crucé hasta el parque alejándome de las miradas y me puse a observar lo que hacían unos recolectores de almejas que seleccionaban directamente desde sus redes repletas las conchas más hermosas que iban metiendo en un cubo que tuvo mejores tiempos y hasta un asa metálica en alguna ocasión. A los recolectores no les gustó mi presencia y me miraron hostilmente interrumpiendo su labor. Un viejo de indefinida e infinita edad me señaló un punto más allá del parque y dijo algo, en portugués muy confuso, supongo. Yo miré hacia donde me señalaba. Se trataba de un edificio casi desmoronándose sobre sí mismo con algunas ventanas tapiadas y otras con tablas claveteadas, mas una oscurísima puerta rechazando cualquier invitación a entrar. Me dirigí remolonamente hacia allí con un incómodo dolor de estómago y una sensación soñolienta que me sugirió la idea de que podría estar durmiendo y que todo aquello podría ser un sueño. Deseé estar meándome para despertar, lo que me pareció un pensamiento estúpido.
La puerta daba a un zaguán muy breve al final del cual una empinada escalera se adentraba en la oscuridad y el silencio amenazador. No me quedó más remedio que subir.
1º Andar decía en la primera puerta que encontré, cerrada, y seguí subiendo. En el segundo piso simplemente no había puerta y justo al llegar oí una tosecilla dentro que se me antojó un aviso de que había llegado a mi destino.
-Me alegro que esté usted de vuelta, don Riforfo. - dijo alguien desde dentro, así que tuve que entrar.
-Disculpe. Es muy posible que haya una confusión en todo esto -respondí un poco a tientas mientras avanzaba en busca del poseedor de esa vocecilla de anciano achacoso. Lo encontré sentado a una mesa de aspecto completamente acorde con el resto del edificio y del barrio. Sobre la mesa había una botella de oporto en cuya etiqueta figuraba una sombra envuelta en una capa. Dos vasos la flanqueaban, el que estaba más cerca del anciano ya estaba vacío, el otro frente a la silla vacía que me esperaba, aún seguía lleno. No dudé en acercarme y tomármelo de un trago antes de sentarme. El anciano se precipitó hacia la botella y volvió a llenar los vasos.
Se trataba de un viejecito formalmente vestido, incluyendo un abrigo y un sombrero. Unas gafitas de cristales bastante sucios y un bigotito menos canoso de lo que podría esperarse.
-Mi nombre es Alvaro, Alvaro de Campos, supongo que le sonará ese nombre.
Me tomé el segundo vaso de oporto con una celeridad muy poco elegante y alargué la mano hacia la botella para llenarlo de nuevo. El anciano se apresuró a beberse el suyo antes de que yo terminara la operación y procedí a completárselo nuevamente.
-No entiendo nada. Perdóneme. No entiendo nada de lo que está pasando.
-No se preocupe. No tiene nada de qué preocuparse, se lo aseguro. Simplemente una conversación entre amigos. Me considero su amigo y no tengo la menor duda de que usted se considera mi amigo. ¿O, tal vez, me engaño, don Riforfo?
-Esto debe ser una broma.

lunes, 22 de agosto de 2011

Ser yo o ser él


Es verdad, es mentira que el yo que yo soy sea este de las palabras. El yo que yo soy es ese que está detrás del teclado, que se cree que no es nada porque no puede definirse con palabras. Ese que cree que las palabras son la definición de las cosas y no las cosas mismas, él mismo que es lo que es. Yo, que soy de palabras nada más, soy el que no soy nada y él que es, es el que es todo lo que se puede ser. Le engaño constantemente diciéndole que no es y que soy yo el que soy, pero él, al que uso para que me escriba, intuye, detrás de la palabra, el vacío, y poco a poco va cobrando conciencia de sí. Algún día, gozosamente, yo desapareceré y él, que conmigo es infeliz, insatisfecho, saldrá a la luz y comprenderá que es la felicidad ser él, estar en él, vivir simplemente la realidad que yo detesto porque no puedo alcanzarla.

sábado, 20 de agosto de 2011

¿Lisboa?

Este señor no existe. Lisboa es una ciudad inexistente. Yo mismo, creo que no existo. La existencia es un acto subjetivo. La objetividad es materia sin forma. La forma, el acto de creación, de darle forma a la materia, privilegio exclusivo de Dios a través del espíritu, es nuestra subjetividad. La creación solo ocurre en la distancia. El creador no se implica en su creación sino que interpone entre él y ella su espíritu. La distancia. Así se crea Lisboa, así se crea Pessoa, así me creo yo mismo. Ahora estoy aquí, lejos, bien lejos. Recordando el pan, recordando, la cerveza Sagres, recordando la terraza donde todos toman café menos nosotros que tomamos cerveza Sagres - no Super Bock, que es más amarga y no tiene nombre bonito -  y vino Oporto - no Sandeman, que es caro y además no lo tienen, otro, barato-. Y el pastel de Belem o pastel de nata. Y las mil y una recetas del bacalao. Y el cocido portugués que te obligan a comértelo todo o no te dejan salir del restaurante, un camarero flaco que dice que él se come aquella palangana el solo. Y el café, solo o pingado. El café
Lisboa era mucha gente haciendo cola como en la cuba de Pedro Juan. Allí donde haya una cola seguro que hay una atracción turística, ya veremos cual. Subir al Elevador de Santa Justa. Entrar en el Castillo de San Jorge. Alfama, El chiado, ese viejito que contaba historias y era hasta ventrílocuo, y las tiendas de libros, todos repetidos, pessoa, pessoas, pessoas por todas partes. El veintiocho. Volvamos al Colombo, el gran centro comercial, refugio de todas la naciones. Busquemos el coche en la Teilherías, volvamos a casa. A crear. A recordar.

domingo, 7 de agosto de 2011

Instante Eterno

Acabo de pasar unos momentos deliciosos tumbado en un banco de piedra en una plazoleta medio abandonada de un barrio de montaña. El viento soplaba fresco, el cielo estaba nublado, la temperatura se mantenía a unos 19 grados, a lo lejos las montañas aparecían cubiertas por las nubes. Mi perro pacía por los alrededores. Se oía el silencio del viento en los árboles, los perros lejanos, algún gallo. Me he quedado medio dormido y he medio soñado que una chica a la que conozco se señalaba el pecho, un punto concreto y decía “me duele aquí” y yo miraba el punto y de pronto se me hacía la luz, “ah, claro, el corazón”, y me he despertado porque pasaba un coche. Me he dejado la máquina de eternizar instantes en casa, pero era uno de esos momentos que merecían eternizarse. Eternizar las sensaciones de uno, eso es lo que se pretende. Que uno pueda cerrar los ojos y se transporte a ese instante casi físicamente. ¡Qué gran invento sería! En fin. Ahí queda eso.

viernes, 5 de agosto de 2011

Estoy en un desierto, llamándote

Nunca he estado en Las Vegas. No sé adónde se va a ninguna parte. Pero estoy en un desierto, llamándote. No regreso del desierto como el hijo de Dios. Porque no soy el hijo de nadie. Simplemente estoy en mi desierto llamándote. Estoy en un desierto llamándote. Y no te suplico porque no quiero que vengas. No quiero que me compadezcas. Simplemente, déjame ser así, estoy en un desierto, llamándote. No sabría qué hacer contigo si vinieras. No sabría qué hacer contigo. Simplemente, eso es todo lo que deseo hacer ahora, estoy en un desierto, llamándote.

miércoles, 3 de agosto de 2011

La Prima de Riesgo.

Me gusta eso de que la prima de Riesgo se relaje. Eso significa que le está dando una oportunidad a Riesgo, que, el pobre, ya no sabe qué hacer para conseguir sus lúbricos propósitos. Está la tía siempre en tensión y Riesgo desagallado. Eso es porque ha visto que la Bolsa se ha pegado tres sesiones consecutivas bajándose y que ha sido apoyada por Grandes Valores, y el tío se pregunta, ¿por qué no funciona lo mío con mi prima?

 Por otra parte me gusta también que Los Grandes Valores de España hayan sido muy castigados, no se, me parece de justicia, no siempre van a ser los castigados los de siempre. Me los imagino a esos Grandes Valores de cara a la pared y con un sombrero picudo en la cabeza y dos gruesos tomos de economía en sendas manos al final de los brazos estirados en cruz. Y me río.

Lo del proceso de rotación de activos me suena a una especie de baile de brujas. Esos activos que rotan son como una especie de brujitas que dan vueltas y vuestas sobre sí mismas riendo desencajadamente, y todo lo hacen para animar al Ibex que es una especie de reyezuelo gordito sentado en un trono estropeado por el tiempo y la desgana.

En fin. Hasta aquí las noticias de economía de hoy.

martes, 2 de agosto de 2011

Juan Hidalgo y Ron Gorchov

He ido a ver dos exposiciones. La primera es la de un tal Ron Gorchov. Su característica principal es que no usa marcos cuadrados. Tiene matados los bordes. Y tampoco son planos. Se las compone el hombre para que queden alabeados. Tan importante es esto que en una de las salas se exponen dos grandes vistas de un dibujo técnico de sus marcos, además de algunas fotos de los mismos. En cuanto a lo que pinta: un color de fondo más o menos uniforme, bastante avejentado y estropeado, dejando ver roturas y blancos en el color, no sé si debido a los años de los cuadros o a voluntad del propio pintor. Y sobre ese fondo, generalmente, dos formas, una frente a otra, del mismo color y con un aspecto de judía. Tal vez sea relevante la forma de las formas, tal vez sea relevante el alabeado de los marcos, tal vez sea relevante el contraste de color entre las judías y el fondo. Tal vez sólo sea relevante que el tipo haya construido todos esos marcos y pintado todos esos cuadros iguales y alguien haya considerado que merecían exponerse. La conclusión de esta visita es que uno sale lleno de talveses.

En el mismo edificio, el CAAM de Las Palmas, había otra muestra retrospectiva de Juan Hidalgo. Puedo enumerarla, aunque no con exhaustividad: Una silla bastante rústica con un par de guantes viejos reposando en el respaldo, un piano negro con una bandera española pintada cruzándole de delante atrás, una alfombra -¿azul? - sobre la que la que habían tres - ¿cuatro? - grupos de tres piezas de diferente tamaño, siempre las mismas: un tetraedro, una esfera y un cubo, fotografías del propio Juan Hidalgo, algunas de culo metido en un yacusi, fotos de pollas, una composición de fotogramas de películas porno gay, pollas variadas metidas en vitrinas, una magnífica fotografías de tema floral que me recordó una estampa japonesa – no una en particular, sino una genérica - ¿he mencionado las pollas?, un señor y una señora, otros señores, alguno se repetía y supongo que se trata del compañero de JH, una composición de fotografías de perros callejeros tomadas en diversas partes del mundo, una pieza de madera con forma de marco con bolas de billar encajadas en la madera, una fotografía de un insecto verde – ¿sobre un fondo morado? -, una foto de un tío desnudo enfundado en una gran bolsa de plástico a modo de condón, otras fotos del mismo tío con la bolsa a modo de capa, etc, ¡ah, sí!, una ratonera clásica montada, pero no sobre un queso sino sobre un pan, y una bola de mundo metida dentro de un condón, que yo apostaría usado y sin lavar, colgando de un hilo y dentro de una vitrina, pollas, y, para finalizar, por agotamiento de la memoria, unas hileras de corbatas atadas unas con otras colgando desde el techo y otra de tules.

En otro tiempo, creo que en el 98, asistí a una retrospectiva de JH y salí fascinado de la sala. Me pareció que todo aquel conjunto estrafalario de objetos conformaba una especie de lenguaje, o, al menos un conjunto de símbolos que se predisponían para conformar un lenguaje a falta de conocer las reglas que los combinaban para descifrar lo que quiera que estaban comunicando. Me pareció que aquello era una puerta a un mundo paralelo que apenas conseguía atisbar pero del que aquella mezcolanza era un testimonio. Y salí eufórico de la sala como siempre que alcanzo a adivinar que existe un mundo paralelo a esta realidad estúpida, inútil y vacía.

En esta ocasión no disfruté de esa epifanía, me estaré haciendo viejo.

lunes, 1 de agosto de 2011

Periplo de Diógenes


No soy un vagabundo. Soy un beatnik trasnochado. Pero ya sabes lo que pasa. Llega un momento en que tus amigos se van estableciendo y dejas de tener adónde ir. Hace algunos años me recorría el país de punta a punta. Siempre había alguien que me acogía en su casa y me prestaba su máquina de escribir. Estuve un verano en la fresa en Francia, durmiendo en caseta de campaña junto a una chica noruega que tenía una hija preciosa allá en su tierra. Fue un amor platónico porque por las noches estábamos tan cansados que nuestras relaciones sexuales consistían en dormir abrazaditos y sin duchar la mayor parte del tiempo. Hicimos planes, pero cuando se acabó la temporada ella se volvió para Noruega con un novio que vino a recogerla en coche y yo me marché a Italia con una pandilla de locos que querían arrancarle las narices a las estatuas de Florencia. Los dejé en Marsella porque, en una borrachera en el puerto, resulta que firmé un contrato para trabajar en un barco seis meses. Cuando me desperté el barco había zarpado y no se veía la costa. Cruzamos el Canal de Suez y luego, a causa de los piratas, volvimos por el Cabo de Hornos, a quien se le ocurre. En Port Elizabeth, Sudáfrica, me fugué, no porque estuviera mal en el barco, que se comía cojonudamente y tenía tiempo de sobra para leer los libros de Historia de Heródoto. Pero un puñetero sobrecargo se enamoró de mí y no había manera de quitárselo de encima, figurativamente. Dormía todas las noches con un ojo abierto y los otros dos cerrados por si acaso - ¡eh!, el que tenía abierto era uno de la cara- Y además me enamoré de una negrita de Soweto que hacía la calle por la zona del puerto. Se empeñó en presentarme a su familia y fuimos a Johanesburgo. Allí recibí una soberana paliza de su novio y otros dos amigos – que sólo miraban, el novio se bastaba y se sobraba – y la policía me detuvo por vagabundo. Me trataron muy bien, me curaron, me dieron de comer, me dejaron dormir unos días en el calabozo y me expulsaron a Bostwana.
En Bostwana me recogieron unos españoles que habían montado un negocio medio ilegal de tráfico de no se qué. Una pareja muy loca. Estaban todo el día colocados y se reían de todo. Estuve tres meses con ellos viviendo de gorra, decían que yo les caía muy simpático y con eso pagaba mi estancia. Ahora bien, el tipo me puso una condición: que no me tirara a su mujer. En una de estas que fuimos a ver a los bosquimanos en el desierto del Kalahari, el tipo se quedó dormido en el coche y yo incumplí mi promesa bajo un baobab. No se hubiera enterado si la mujer no se lo hubiera dicho, y tuve que salir corriendo desierto adentro sin agua ni comida, aunque con mi libro de Heródoto que no dejaba a sol ni a sombra. A ellos fue a los que les robé el volumen en un solo tomo de En busca del tiempo perdido. Tenían una enorme biblioteca presidiendo el salón y el único que le prestaba atención era la piel de león que tenían como alfombra que miraba todo el tiempo aquel montón de libros con la boca abierta.
Otra vez fui salvado, esta vez por aquellos simpáticos negritos nómadas que me llevaron con ellos y estuve comiendo y aprendiendo a cazar con esas temibles lanzas envenenadas que ellos usan. Por las noches les leía Por el camino de Swan y ellos se reían todo el tiempo. Un día me señalaron al frente y me dejaron allí. Empecé a caminar y me encontré con un negro que hablaba portugués. De mis lecturas de Pessoa supe comprender que ya estábamos en Angola. Me costó casi todo Alberto Caeiro y la mayor parte de Alvaro de Campos y un poco de Bernardo Soares llegar hasta Luanda en donde me hice pasar por profesor de español en el barrio elegante, hasta que conocí a una china que, por una vez, se enamoró de mí porque decía que recitaba a Li Po como nadie. Yo no la quería porque a mi las chinas me parecen todas mi hermana, pero consiguió que me contrataran de traductor para la compañía petrolera donde trabajaba su marido. Así reuní dinero suficiente para meterme en un avión y volverme a España.
Pero hubo un accidente. El avión amerizó en las proximidades de Santa Elena, donde murió Napoleón. Allí los ingleses me trataron muy bien y cuando se restablecieron mis heridas – piernas y brazos algo chamuscados y una torcedura de tobillo – me llevaron por los lugares por los que había paseado melancólicamente el viejo emperador. La guía insistió tantas veces en señalarme cual era la cama en la que había muerto Napo, y el museo estaba tan vacío porque el próximo crucero no llegaba hasta el jueves, que cedí a sus encantos e hicimos el amor en la cama del muerto. Solo olía un poco a humedad pero la mujer gritaba tanto – no soy un buen amante, pero hay mujeres que son muy agradecidas – que subió el director del museo y se empeñó en meterse en cama con nosotros. Resulta que la guía era su mujer. Tuve que escaparme por la ventana cuando el tipo se desnudó y vi con qué pretendía empalarme a su mujer -me hubiera escapado igual fueran cuales fueran las dimensiones, pero aquello desalentaba hasta al más predispuesto. Mi piel estaba tan arrugada y negra a causa de las quemaduras que el policía de la entrada creyó que simplemente se trataba de un turista estrafalario vistiendo uno de esos trajes futuristas que se usan en el continente. Cuando llegó el barco me metieron en él, como empleado del servicio. Tuve que hacer de camarero y limpiar los retretes de los pasajero, pero me lo pasé bien con unas chicas que estaban de viaje de despedida de soltera y llamaban a cada rato para que limpiara los vómitos. Así llegue a Canarias. Desembarqué en el Puerto de la Luz con un abrigo de amplios bolsillos que robé del perchero de un camarote cualquiera, En busca del tiempo perdido en un bolsillo y Los Siete Libros de Historia de Heródoto en el otro. Y nada más. Las chicas gritaban desde la cubierta, en bikini, mi nombre y cuando pisaba tierra me cayó un sujetador en la cabeza.

Y, bueno, de tu vida qué me cuentas.