martes, 13 de marzo de 2012

Un hombre y un perro

Es un tipo mediano, corpulento. Viste de cualquier manera, como si no le importara su aspecto: un pantalón viejo, una camiseta algo sucia, un chaleco de pescador muy usado sobre un pulóver lleno de pelotillas, una gorra negra. Pero camina erguido, serio, sereno, con una cierta inteligencia, lo que hace que uno piense que aquellas ropas son una especie de disfraz, que no le corresponden.

Hay un perro que corretea a su alrededor. El perro se le adelanta, olisquea, echa una meada y luego regresa para aventurarse de nuevo una vez que se ha asegurado de que el amo no tiene nada que reprocharle. El perro va a su aire, pero se advierte en él una constante atención al hombre, el cual, de vez en cuando lanza alguna orden llamándolo: “espera, no te alejes”, “sigue”, etc., para mantener la atadura virtual con el animal.

El perro se acerca a un umbral, olisquea como es su costumbre, y luego alza la pata para marcar. Entonces se abre la puerta y un señor muy mal encarado empuja al animal con el pie. El hombre lo llama a su lado y muy serio pide disculpas al señor. Este comienza una diatriba contra los perros que mean su umbral, obligando al hombre a escucharle. Este se detiene y le mira desde lo alto, el señor es más bajo que él.

El señor, envalentonado por la pasividad del otro, se atreve a exigirle que le limpie lo que el perro ha meado y el hombre, sin decir palabra, extrae una hoja de periódico de su bolsillo, se agacha y comienza a restregar la pared donde el perro ha echado unas gotas. El señor enfadado le dar indicaciones mientras sigue maldiciendo a los perros y a sus amos. Aunque en un principio se sintió sorprendido de la actitud del hombre, al observar su sumisión se entusiasma y aumenta la virulencia de sus invectivas y el número de indicaciones que el otro obedece en silencio. Una vez que se considera satisfecho, el hombre se levanta, arrugando el papel en su mano, vuelve a mirar seriamente al señor que aún no ha dejado de injuriarle indirectamente, mencionando a todos los dueños de animales hasta que, atemorizado por la serena mirada del hombre, termina por callarse.

Entonces el hombre agarra al otro por la garganta y tira de él hacia arriba hasta obligar a aquel a ponerse de puntillas por no asfixiarse. Se ahoga y abre la boca, el pánico y la sorpresa invaden su cara y sus ojos. El hombre introduce en su boca empujándolo bruscamente la pelota de papel que tiene en la mano, empuja con el dedo varias veces hasta que se asegura de que ha llegado bien adentro y luego le suelta. El señor se deja resbalar hasta el suelo mientras manotea para quitarse el sucio periódico de la boca. El hombre lo mira desde lo alto, su mirada se mantiene serena, fría. Luego continúa su camino, al mismo ritmo; llama al perro: “vamos, tú”.

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