miércoles, 29 de mayo de 2013

Chusma





LA MALETA DEL FRACASO

Ejerzo un oficio sin vocación y una vocación sin oficio. Alcanzar lo primero ha costado años de esfuerzo y sacrificios de mis padres, ahora viejos; a mí, tan solo tesón y desgana. Alcanzar lo segundo simplemente no me ha costado nada, solo dejarme llevar por la palabra y la ilusión: soy poeta, y me gano el pan de alguna otra infeliz manera.
Asegurado lo del oficio, lo que me ilusiona es la vocación y en el trayecto hallé a varios compañeros de viaje que se me unieron en este errar simbólico rumbo a Bremen, aquella vieja ciudad de la música del cuento. Entre todos publicamos un primer librito que nos retornó las ilusiones y la esperanza de un día de reyes de la infancia ya lejana. Con mi flamante libro y una fotografía de los cuatro “músicos” fui a casa de mis ancianos padres a compartir la alegría que me embargaba.

Cuando le enseñé la fotografía y el libro que habíamos publicado, mi madre la miró en silencio, luego me miró a los ojos, sentí vértigo al reflejarme en sus pupilas, pero no me desanimé, luego miró al libro un momento, agachó la cabeza y se alejó por el pasillo lentamente, arrastrando los pies. Mi madre ya está muy mayor, y no le anda muy fluido el riego, aún así esperaba un poquito  de ilusión ante la ilusión manifiesta de un hijo feliz.
Apareció al rato, arrastrando lentamente los pies por el pasillo y llevando con ella una vieja maleta de cartón que había heredado de su madre y esta de su padre, del que era la única posesión que había traído de Cuba a su regreso. Vacía, porque para comprarla había tenido que vender lo poco que le quedaba después de haber gastado lo demás en el pasaje. Mi tatarabuelo se negaba a regresar mostrando su fracaso más absoluto y aquella maleta fue su regreso con dignidad. Nunca se jactó de haber logrado nada en Cuba, simplemente, cuando le preguntaban, respondía dignamente que no le había ido bien. Aquella maleta se convirtió en un símbolo de eso, de una derrota con dignidad que ayudaría a remontar, como logró mi abuelo, sin dejarse abatir por el desánimo. Esa tradición se perdió entre mis hermanos, y hartos de ver la maleta y malinterpretar la historia que mi madre nos contaba, la llamábamos La Maleta del Fracaso, y nos amenazábamos unos a otros con “coger la maleta” cada vez que advertíamos en los otros algún signo de desaliento. Así que mi madre arrastraba aquella maleta  vacía por simbolismo y porque yo ya no tenía nada en casa y la dejó ante la puerta.  Luego, siempre sin mirarme y en un tono patéticamente teatral dijo:
–Coge la maleta y vete de casa
–Mamá, que hace diez años que no vivo en esta casa.
–Pues entonces no vuelvas si para lo que vuelves es para avergonzarme.
Toda la ilusión de mis padres fue que sus hijos se convirtiesen en “alguien”, que traducido a su lengua era que adquirieran un oficio, se llenaran de prestigio en él, y se hicieran ricos y elegantes. Aunque solo alcancé una pequeña parte de sus ambiciones, fui el único de mis hermanos que al menos se puso en el camino para lograrlas, por ello era yo el hijo al que miraban con ojos más orgullosos y la gran esperanza de sus esfuerzos; sin embargo, mi falta de ambiciones, de actitud combativa, que ellos consideraban necesaria para el éxito, siempre les había escamado.  Los libros y el arte en general no era considerado por ellos más que un entretenimiento infantil que no debía interferir con las cosas importantes. Un libro era un objeto decorativo en las estanterías y un escritor –si no salía en televisión– poco menos que un mendigo alcohólico.
Ya he dicho que mis padres estaban viejos y por lo tanto nada de lo que decían podía atribuirlo a una razón sino a un desvarío, así que me sonreí con condescendencia  y corrí a buscar el apoyo de mi padre.
El viejo había sido un impenitente lector, aunque esa afición no parecía haberle dejado ninguna mancha en su cultura. Había conservado un férreo respeto por los libros como objetos, pero nunca lo vi expresar una opinión crítica de interés ni sorprenderme con un interés particular por uno u otro autor.  Confiaba en que él sí que comprendería mi regocijo por ver impreso mi nombre y mi fotografía en la portada de un libro.  Le mostré primero el libro y le indiqué cuidadosamente dónde se encontraba mi nombre. Él lo miró y lo remiró  con mano torpe, sin abrirlo, como si no supiera muy bien para qué servía aquel objeto, murmurando  “muy bien, muy bien”,  yo presentía, o suponía, la emoción contenida en aquellos gestos y antes de que acertara a abrirlo le puse la fotografía delante. En ese instante las manos dejaron de temblar milagrosamente, para recomenzar con un temblor distinto, señalándome en la imagen preguntó con su estentórea voz como en sordina: “El de la boina, ¿quién es?”.
–¿Quién va a ser, pa?, pues yo.
Entonces bajó un punto su tono, y las palabras le brotaron con una lentitud que en otro tiempo me hacía cagarme en los pantalones.
–¡UN HIJO MÍO CON BOINA!
Y entonces se echó a llorar con la máxima desolación de un hombre que ha visto cumplirse, al final de sus días, su más completo fracaso.
Entre hipidos aún pudo pronunciar una última pregunta fatal.
–Pro…prome…prométeme que… al menos..no…no..eres… poeta.

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