lunes, 1 de septiembre de 2014

Prácticas democráticas

Siempre que teníamos que elegir un voluntario lo hacíamos a la paja más corta. El asunto no era trivial, existían reglas estrictas para evitar las trampas. La primera es que había que conseguir una erección en un tiempo razonable. De otra manera se consideraba selección automática -lo que no impedía continuar con “la toma de decisión”, por mero deporte y para actualizar el ranking, en el cual tengo el orgullo de decir que figuro en última posición en tres jornadas consecutivas. Para ello disponíamos cada uno de sus recursos: revistas que nos íbamos agenciando a medida que nuestros padres o hermanos mayores se iban aburriendo de ellas, y guardábamos en nuestro revistero (nos reuníamos en un chamizo que nos habíamos construido en el barranco, con cajas, maderas, planchas de uralita, y hasta un frigorífico que hacía al mismo tiempo de pared y estantería. El primer año pasó inadvertido, pero luego otros chavales del barrio intentaron usurpárnoslo; fue la época de las famosas Guerras Cómicas, nombre que le di yo, el intelectual del grupo, a semejanza de unas batallas romanas o griegas que estábamos dando en aquellos tiempos en el colegio. Finalmente llegaron los mendigos, con los cuales luchamos también, pero cuyas reglas de batalla no respetaban nuestros cánones y dejó de ser divertido), fotografías de nuestras amadas tomadas con o sin su consentimiento, como la que tenía Luisín de Marisa saliendo del baño del Centro Comercial con la falda enganchada de la braga por detrás (esto fue en una de nuestras expediciones de “caza” con la cámara fotográfica de su padre. Revelábamos las fotografías en un estudio que estaba en el Puerto cuyo dependiente no nos cobraba nada a cambio de quedarse con una copia de las fotos. En aquella ocasión Luisín le exigió la devolución de la fotografía en cuestión lo cual llevó a rompimiento de relaciones y ya no volvimos a hacer tales expediciones). Incluso, en el caso de Pedrín, una prenda usada de mi hermana que le cambié por una novela de Julio Verne que encontró una vez en su casa, probablemente un botín de algún hurto que su hermano, que estaba en la cárcel, no había conseguido vender. (Mi hermana echó de menos las bragas -nunca comprendí cómo conseguían las mujeres distinguir unas bragas de otras, para mí todos mis calzoncillos eran el mismo calzoncillo- y cometió la indiscreción de hacerlo en voz alta, lo cual llevó a mis padres a la sospecha de que tenía un novio fetichista, sospecha suficiente para condenarla a un mes bajo arresto domiciliario y a otros cuantos más de libertad vigilada. Esto, sin duda, precipitó la rebeldía de mi hermana que a los diecisiete se fugó de casa con un tipo mucho mayor que ella. Regresó a los dos años con un sobrinito muy simpático que se llamaba Paquito). Otros tenían sus trucos particulares, que, por cierto, todos detestábamos, como olerse su propia entrepierna para excitarse, eludiré identificarlo aquí para no comprometer su dignidad.
La segunda regla era el ritmo. Jose, que estudiaba segundo año en el conservatorio, había robado de allí un aparatejo de esos que sirven para marcar el ritmo de los músicos y se exigía rigurosamente que ninguno bombease su verga por debajo de aquel tic tac. Probablemente este fue nuestro mejor entrenamiento en las artes amatorias o al menos uno de los que más agradecieron, al menos en mi caso, nuestras amantes. Lastimosamente, otras enseñanzas, que yo creía más interesantes, aprendidas tiempo después en las pelis porno, solo sirvieron para precipitar las crisis y dar curso al abandono.
Excuso decir que cualquier motivación era buena para elegir un candidato por medio de esta gozosa  práctica de referendum. En cualquier caso, hubiera o no destacado a nombrar para alguna misión, una vez por semana, como mínimo, actualizábamos la lista de ranking con un espíritu más informativo que competitivo.
En cierta ocasión recibimos la visita de una señorita (era prima de Jose, el músico, que pasaba unas cortas vacaciones en casa de los tíos. Una niña pija que nos despertó a todos a la pubertad, o como mínimo al deseo concreto de carne humana tierna y suave) que se empeñó (yo creo que con cierta malicia resultado, probablemente, de una perversa intuición) en comprender el significado de aquella lista pegada con un imán en la puerta de nuestro frigorífico. A todos nos entró un repentino pudor muy semejante al que debió pasar Adán cuando Dios lo pilló en pelotas allá en el paraíso. Ninguno quiso iniciar la didáctica explicación hasta que Luisín, que andaba muy abatido por el rechazo de Marisa, al enterarse de la posesión por parte de este de aquella estampa indecorosa de su persona antes mencionada, expuso con pelos y señales los detalles que aquella ordenada nomenclatura. Ocurrió durante uno de los memorables días en que mi nombre encolaba la lista y pude apreciar, una vez comprendida la exposición, un cierto brillo en la mirada de Nadina (era francesa de origen español y lo que más nos excitaba a todos, convinimos luego al recordarla, era su acento afrancesado cuyo recuerdo utilizábamos arteramente para perjudicar el rendimiento de los otros, con el no previsto efecto colateral de que también perjudicaba el nuestro) que acto seguido exigió que le hiciéramos una demostración.
Tras un leve titubeo por nuestra parte que volvió a resolver Luisín extrayéndose su verga ya en disposición de combate y pronunciando el vocablo que nos debía poner a todos en guardia: ¡preparados! Iniciamos la maniobra olvidando poner en marcha el metrónomo.
Resultó la más patética demostración de cuantas, y fueron incontables, tuvimos en nuestro haber. Aparte de Jose, que quedó descalificado porque inoportunos prejuicios familiares le impidieron entrar en competición, yo tuve el deshonor de encabezar la lista en esta ocasión, a causa de esos hipnóticos ojos que no dejaban de mirar nuestras serosas manipulaciones. Se alzó con la victoria en último lugar Luisín a quien, aún aquejado de desamor, la primita no había comenzado a hacerle cosquillas en el corazón.
Finalizado el acto, la muchacha, que había ido adquiriendo un color intensamente rojo del rostro y una mirada vidriosa, salió huyendo de nuestro refugio dejándonos una sensación de culpa y vergüenza, que, definitivamente, marcaron el comienzo del declive de esta saludable práctica plebiscitaria.

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